Episodio Anexo de Los Héroes Convocables
Autor y artista: Luis G. Abbadie
(También puedes leer la versión en inglés aquí)
El primer deber
de un revolucionario es hacer la revolución.
—Ernesto “Che”
Guevara
Con un negro odio en su corazón hacia todos los opresores, Lady Satán se apresura hacia el edificio de gobierno…
—George Tuska
Prólogo
Bajo el firmamento nocturno, una pira ardía en el centro del claro de la hacienda. Una mujer rubia de vestido negro agitaba las llamas con una vara, mientras un hombre con un traje marrón descuidado colocaba un cáliz con vino rojo en un altar dispuesto en el suelo sobre un mantel oscuro, a un lado de un pentáculo de madera. Varios implementos y objetos se hallaban colocados alrededor, todo listo para un ritual de novilunio. Una mujer envuelta en un manto rojo se aproximó desde el edificio de la hacienda; era la única que llevaba su vestimenta ceremonial, aunque por otra parte, era también la única que vestía su manto en muchas ocasiones fuera del entorno ritual, para llevar a cabo ciertas actividades.
—Ya está todo —dijo Desdemona Mather,
mientras echaba otro leño al fuego.
Muchas gracias —dijo Marietta Là-bas, con una sonrisa—. Ahora será mejor
que entren mientras trabajo.
—Deberías dejar
que te apoyemos —protestó Rosen Cruz—, con los tres, alcanzaremos mayor
potencia.
—Ya me ayudaron
bastante con esto —repuso ella—. Esto lo haré sola; trabajar con las fuerzas
del destino es peligroso, porque harán que confrontemos todas nuestras deudas;
nuestro karma. Yo estoy dispuesta, esto lo vale, pero no es necesario
desencadenar lo mismo para ustedes. Además —añadió, mirando de manera
significativa a Desdemona— será mucho más seguro que tú encares la deuda que ya
sabes en tus propios términos.
Desdemona apretó
los labios, y asintió.
—Vamos, Rosen —dijo,
volviéndose hacia la hacienda, y añadió—: Vete con mucho cuidado.
Marietta sonrió
de nuevo.
—Siempre.
—¡Ja! —respondió
Desdemona ruidosamente, sin voltear.
Marietta aguardó
a que cerraran la puerta tras de sí, y se volvió hacia el fuego. Alzó la
capucha del manto y cubrió su cabeza. Tomó el athame del altar y sostuvo la
hoja doble de la daga entre las llamas, un momento; entonces marchó hacia el
norte, y empezó a caminar con pasos firmes a lo largo del perímetro señalado
con rocas, haciendo una pausa y un gesto en el aire al llegar a cada uno de los
puntos cardinales. Caminó tres veces alrededor, murmurando nombres de poder;
luego regresó al centro, y tocó tres veces el pentáculo con el athame. Alzó los
brazos en V y declaró:
—Me encuentro
bajo las mismas estrellas bajo las cuales celebraron mis ancestros, para
pronunciar los mismos nombres por los cuales los conocemos desde que nos los
enseñó la Santa Strega. ¡Guardianes de las cuatro direcciones, brinden su
fuerza a este rito, para que mi voz sea escuchada!
Si figura habría
resultado imponente para quien la viese; Marietta Là-bas, la mujer relajada y
elegante que había ingresado al círculo, había sido sustituida por Lady Satán,
la bruja.
Extrajo una
ampolleta de un bolsillo de su manto, y lo colocó sobre el pentáculo. Pinchó su
dedo índice de la mano izquierda con la punta del athame hasta que brotó una
gota de sangre; entonces, hizo la señal de Voor, la mano cornuta, con su
derecha mientras tocaba la ampolleta con el dedo pinchado.
Un vendaval se
desató justo cuando comenzó a entonar, con voz potente, un antiguo conjuro,
como si los elementos se unieran a su llamado:
—Tisiphone uocisque meæ secura Megæra,
non agitis
sæuis Erebi per inane flagellis
infelicem animam? Iam uos ego nomine uero
eliciam Stygiasque canes in luce superna
destituam;
per busta sequar per funera custos,
expellam tumulis, abigam uos omnibus
urnis.
Teque deis, ad quos alio procedere uultu
ficta soles, Hecate pallenti tabida
forma,
ostendam faciemque Erebi mutare uetabo.
Eloquar immenso terræ sub pondere quæ te
contineant,
Hennæa, dapes, quo fœdere mæstum
regem noctis ames, quæ te contagia
passam
noluerit reuocare Ceres. Tibi, pessime
mundi
arbiter, immittam ruptis Titana cauernis,
et subito feriere die. Paretis, an ille
compellandus erit, quo numquam terra
uocato
non concussa tremit, qui Gorgona cernit
apertam
uerberibusque suis trepidam castigat
Erinyn,
indespecta tenet uobis qui Tartara,
cuius
uos estis superi, Stygias qui peierat
undas?[1]
Lady Satán permaneció con los brazos en
alto, sus ojos cerrados, entregándose a la fuerza del viento con una sonrisa
fiera; cuando éste aminoró, abrió los ojos.
Cruzó los brazos en X, e hizo una
reverencia.
Había sido escuchada.
En el interior de la hacienda, Rosen
Cruz servía un par de vasos de vino, e hizo una pausa al escuchar el estruendo
del clima; los cristales de las ventanas retemblaron. Miró a Desdemona; vio
cómo la recorría un escalofrío.
—Han venido —dijo con voz débil.
Rosen dejó la botella en la barra y dio
un trago a su vaso con enfado.
—Tendríamos que estar allí, con ella.
Bueno, yo tendría que estar.
—Ella tiene razón —repuso la joven—.
Sabes bien lo que puede desencadenar trabajar con… ellas. Y no estamos listos; yo,
para la herencia de mi madre. Y tú, bueno, lo que te viste forzado a hacer
cuando ocurrió lo de Montauk…
Rosen hizo una mueca.
—Eso y tantas otras cosas; he tenido
tiempo de sobra para meterme en broncas, así que tengo todo un catálogo de
opciones —calló un momento, con expresión sombría—. Sí… Mari tiene razón. Pero
no me gusta. Ella asegura tener menos riesgo inmediato, pero nadie está libre,
mucho menos cuando ha trabajado con el sendero de la mano izquierda. Debí…
—Llegará nuestro turno —dijo Desdemona,
aproximándose; tomó el otro vaso, y lo alzó—. A nuestra manera.
Rosen alzó el suyo en respuesta.
—A nuestra manera.
La puerta se abrió luego de unos
minutos, y Lady Satán entró; sus pasos eran lentos, cansados, la fuerza y
firmeza que había manifestado en el ritual se habían agotado por el momento. De
nuevo era sólo Marietta, una mujer agotada… pero satisfecha. Sonrió agradecida
cuando Rosen le ofreció un vaso de vino.
—Eres buena —dijo él—. Tu abuela debe
estar orgullosa en el otro lado.
—Creo que allí estuvo, echándome la mano
—repuso ella con un guiño. Rosen asintió, con una sonrisa torcida.
—Ya hablé con nuestro amigo —dijo—. Te espera en Washington la próxima semana.
I
El presidente Drumpf se encontraba sin mucho que hacer en la Sala Oval. Usualmente le presentaban actividades diversas; su equipo sabía que dejarlo con demasiado tiempo para sí mismo era potencialmente problemático. Hoy, de nuevo, decidió ver lo que las que denominaba las “terribles televisoras” de inclinaciones democráticas estaban haciendo. En el fondo, Drumpf disfrutaba enfurecerse contra sus detractores; sentir que estaba en combate contra sus enemigos. Sentirse heroico. Aunque los únicos agresores fueran ataques verbales y memes. En ocasiones se sentía como un sobreviviente como si el atentado fingido en que le habían indicado cómo reventar una cápsula de sangre de efectos cinematográficos en su oreja hubiera sido real; en su mente los recuerdos se emborronaban cada vez más, y la imagen del dramático retrato de aquel momento que colgaba en un muro de la Casa Blanca era mucho más nítida que su memoria real del suceso. A veces se percataba de que su mente poseía menos claridad que antes, pero se lo atribuía a la falta de reposo, a su esfuerzo constante por convertir a los Estados Unidos de América en el país más “candente”. Aun si los lapsos de inactividad y de distracción con Netflix eran cada vez más prolongados.
Sintonizó el
canal WWB; la televisión era un aparato que sí sabía manipular. Era capaz,
pensaba, de reconocer sus limitaciones: la alta tecnología marcaba sus límites,
para ello tenía a su equipo debidamente capacitado que encendía la computadora
por él y posteaba en su cuenta de Drumpf Social según su dictado. Seleccionó el
noticiero Answers Only; el logotipo
apareció acompañado del rítmico tema musical. Sentado detrás de su mesa, el
comentarista V.M. Sage apareció mirando
a la cámara. Saludó con una sonrisa a Tina Sanders, su compañera conductora, y
a la productora Nora, a quien hizo un gesto fuera de cámara. Pero los ojos de Sage
no sonreían; casi nunca lo hacían, era un hombre que parecía perpetuamente enojado,
y en cada programa se quejaba de aquello que lo indignaba. Drumpf solía
disfrutar de esto, y aplaudía sus diatribas en contra del presidente anterior;
hasta que un día, Sage se atrevió a cortar una llamada telefónica que había
hecho al programa. Fue entonces, decidió Drumpf, que Sage había mostrado sus
verdaderos colores. Y en efecto, desde que había sido elegido presidente, se
había vuelto objeto de las invectivas de Sage, el cual se mostraba decidido a
arruinar la respetabilidad de Drumpf, haciendo pasar todos sus logros por
fracasos.
Ahora, Sage
miraba a la cámara, y dejó de sonreír.
—El encuentro
del presidente con el mandatario ruso Vlad Prudkin fue lo que podíamos esperar.
Drumpf llegó con promesas de pacificar la guerra en Ucrania una vez más, y
Prudkin se marchó sin haber hecho una sola concesión; una vez más. Mientras que
Drumpf le ofreció el apoyo y recursos americanos. ¡Una vez más! —el tono de Sage
era cada vez más agresivo— Si teníamos alguna duda de que tenemos un presidente
al servicio del ex agente de la KGB que funge como dictador en su país, Ronald
Drumpf hace todo lo que puede por dejarlo bien claro para nosotros.
“Apenas hoy
empezaron a circular imágenes de los nuevos ataques al territorio ucraniano; de
tropas rusas, pero también de tropas de Corea del Norte, país que se muestra
partidario unilateral de Rusia —Sage hizo un gesto, y en respuesta, el monitor
mostró un video de tanques de guerra avanzando por una población de Ucrania—.
Como podemos ver aquí, el ejército ruso estaba listo para recibir la señal de
Prudkin, apenas iba éste de regreso a Moscú, los soldados izaron en sus tanques
estas dos banderas: la de Rusia y la de los Estados Unidos por igual. Esto
envía un mensaje muy claro a los ucranianos: si esperaban ayuda o apoyo de
nuestras tropas, ahora saben que ésta sólo sería ofrecida a los invasores
rusos. Ellos no saben ni les importa más que una cosa: están muriendo a manos
de soldados rusos y norcoreanos, y nuestra bandera es una de las que portan sus
ejecutores.
La cámara mostró
de nuevo el rostro de Sage.
—¿En eso nos
hemos convertido? ¿Aliados de Rusia y de Corea del Norte? ¿Acaso no eran esos
dos “enemigos de la libertad” a los que se oponían los republicanos hace sólo
un par de años? ¡Bienvenidos a nuestro nuevo país bananero, compañeros
americanos! ¡Larga vida al führer!
II
Henry Lorentz salió de su domicilio sin ninguna urgencia. Se decía a sí mismo que era feliz con su trabajo, pero a lo largo de los últimos meses, en verdad lo padecía. Estar a cargo de la salud del presidente era una labor sisífica, y empezaba a volverse peligrosa. Drumpf jamás escuchaba razones; en unas cuantas ocasiones, realmente había puesto atención a los intentos que hacía por explicarle su precario estado fisiológico, pero era imposible convencerlo de que su dieta tenía que ser controlada. Lo más que había conseguido era que se moderase en el consumo de refrescos, pero luego acababa de cinco a ocho latas durante una sola mañana de golf en los campos al norte de Mar-A-Taco. Y típicamente, Drumpf empezaba a reprocharle a él cuando se sentía mal, lo que resultaba aterrador.
Si todo iba bien,
hoy sólo tendría que realizar los exámenes diarios, sin ir más lejos; prefería
no tener que darle ninguna indicación médica si podía evitarlo. Aunque por su
propia seguridad, no podía dejar de hacerlo en cada momento en que algún
indicio preocupante se presentara.
Tras despedirse
de su esposa, abordó su auto, dejó su maletín en el asiento contiguo, y
encendió el motor; entonces sintió un pinchazo en el costado del cuello. Se
llevó la mano al sitio y tocó una mano enguantada que ya retiraba una jeringa.
Aterrado, volteó hacia atrás, mientras un vértigo lo invadía. Su vista se
emborronó; ni siquiera pudo distinguir los rasgos del hombre que se hallaba en
el asiento trasero, pero sí vio con algo de claridad a la mujer que se hallaba
junto a él, mirándole impasible con los ojos cubiertos por unas gafas de color
rojo intenso. Intentó gritar, hablar, pedir auxilio; pensó en Laura en la casa,
muy lejos para escuchar… de todas maneras, sus labios no le respondían. Su
cuerpo se puso fláccido, y cayó sobre el maletín.
Los agresores se
apearon con movimientos rápidos, y arrastraron a Lorentz fuera del auto; lo
esposaron, lo amordazaron, y lo echaron al interior del cofre. Luego la mujer
tomó el volante mientras su compañero quitaba el maletín del otro asiento y se
acomodaba en él.
—Deberíamos
matarlo —dijo ella, mientras arrancaba.
—Sería abusar de
nuestra ventaja —repuso él, mientras se frotaba el rostro repetidamente—. En
otras circunstancias, quizá.
—¿Ventaja? ¡Ese
desgraciado tiene a un ejército literal en sus manos! Sólo por eso nadie más lo
ha hecho.
Él la miró un
momento, con ojos verdes y fríos.
—No merece
compasión, es cierto. Pero tampoco merece que nos envilezcamos.
Ella permaneció
en silencio unos minutos; emanaba furia, que sólo se traducía en algunos
movimientos bruscos al conducir.
—Marietta…
—¡Ya! —exclamó
ella— Tienes razón. Maldito, tienes razón.
Continuó en
silencio; ya faltaba poco para su destino cuando dijo:
—Espero que tu
plan sirva de algo. Pero yo haré las cosas a mi modo.
—Si piensas
envenenarlo o…
Esta vez, ella
sonrió; lo miró un momento desde atrás de sus gafas rojas.
—Muchos hemos
estado trabajando en otros niveles; esta es una oportunidad única.
III
El vicepresidente Vantz se marchó con actitud preocupada, dejando a Drumpf con una actitud relajada y fanfarrona; había firmado los documentos, como siempre, sin entender casi nada de la explicación que le había dado de sus contenidos, pero la diatriba del presidente acerca de sus posts en Drumpf Social en su guerra personal constante con los medios de difusión demócratas le había dejado claro que tendrían mucha basura mediática con qué lidiar en los siguientes días. Pero si dejaba pasar un par de días, con algo de suerte, el presidente se enfurecería contra alguien más y olvidaría sus intenciones de confrontar a los directores de lo que llamaba “Fake News WWB”.
En la antesala,
se cruzó con un médico y una enfermera; era más joven que el médico regular de
Drumpf. Usualmente no duraban mucho, el presidente los echaba por cualquier
inconformidad o bien renunciaban a atenderlo con algún pretexto. A ver cuánto
duraba este.
—Soy el Dr.
Dreyfuss, Lorentz debió avisarles que no pudo venir.
La secretaria
asintió, mirando sus apuntes.
—Llamó hace cosa
de una hora, dijo que vendría usted en su lugar. ¿Andrew Dreyfuss?
Éste asintió,
acomodándose unas gafas polarizadas, y ella lo anunció.
—¡Dile que pase!
—sonó la voz de Drumpf desde la bocina, y ella se puso de pie para abrirles la
puerta.
El médico y la
enfermera entraron, y ella cerró la puerta tras de sí.
—Señor
presidente; vengo a sustituir al Dr. Lorentz en su examen del día. El proceso
será el mismo…
Drumpf guardaba
silencio; miraba hacia abajo, se mostraba serio. Los recién llegados se
detuvieron, con incertidumbre.
—¿Señor
presidente…? —dijo la mujer en voz baja.
Drumpf
continuaba en silencio; Dreyfuss estaba a punto de decir algo, cuando al fin
les dirigió la mirada.
—Esperaba a
Lorentz —dijo al fin—. Había hablado cosas con Lorentz.
—Él lamenta
mucho no haber podido venir hoy, señor. Aquí estará de nuevo mañana sin falta.
—Da igual —Drumpf
resopló, descartando la cuestión con un gesto—. Aquí está usted, hagamos esto.
El Dr. Dreyfuss
abrió el maletín y extrajo el medidor de presión. El presidente se quitaba ya
el saco. Mientras tanto, la mujer preparaba una canalización. Drumpf colocó la
mano sobre el escritorio; su dorso mostraba una extensa mancha amoratada,
resultado de inyecciones y canalizaciones diarias. Ella iba a limpiar la piel
con un algodón, pero alzó la mano de repente, mostrándosela a Dreyfuss.
—Casi todo el
tiempo me duele; pero desde anoche, hay ratos en que está… que no siento nada,
como que se me durmió esa parte de la mano.
—Entumecida —sugirió
el Dr. Dreyfuss. El presidente asintió.
—¿Por qué es
eso?
Dreyfuss lo
pensó un momento. Entonces asintió con la cabeza.
—Hay veces que
pasamos por algo desagradable tantas veces que dejamos de resentirlo —dijo—. El
dolor sigue ahí, pero su mano se acostumbra, deja de notarlo; es como si sus
tejidos quisieran fingir que el dolor ya no está ahí, y se niegan a
transmitirlo a su cerebro.
Drumpf asintió
con la cabeza; la explicación parecía bastante clara. Colocó la mano de nuevo
sobre la mesa, y permitió que la enfermera la limpiara con alcohol. Miró sin
poner atención cómo ella frotaba el algodón en movimientos erráticos, como si
estuviera dibujando algo sobre su piel. Abrió la boca para decir algo, pero
Dreyfuss se adelantó; mientras le retiraba el medidor de presión, dijo:
—Es natural
entumecerse, dejar de sentir cuando el malestar es constante. ¿No es igual en
la política? un país se acostumbra a los abusos de un dictador, incluso alaba
al tirano porque no va a admitir que es un daño autoinfligido; ¿qué pueblo oprimido
se da cuenta antes que sea muy tarde? Un hombre que tiene vicios, ¿no se
acostumbra a las resacas, las migrañas, como si fueran lo más normal, sin saber
que sus entrañas se pudren? —Drumpf lo miró con perplejidad, sin apenas darse
cuenta de que la aguja entraba a su piel; tartamudeó, pero calló cuando
Dreyfuss retomó la palabra antes que consiguiera articular su comentario—. ¿Qué
pasa con el cuerpo que se desnutre y se corrompe? ¿Y no es un gobernante la
cabeza, y el cuerpo, su nación?
“¿Y qué me dice
del alma?
Dreyfuss hizo
una pausa, mirándolo desde atrás de sus gafas polarizadas mientras doblaba el
medidor de presión. Drumpf se preguntó por qué le parecía familiar su rostro.
—Dice la
religión cristiana… tengo entendido que usted es cristiano, ¿verdad? —dijo el
médico— …que el alma nace pura; es limpia y pertenece en el paraíso, en
presencia de Dios. Pero ¿qué va a ser de un alma egoísta, sin amor? ¿Qué queda
del alma de un hombre que y despoja a los demás, aunque se diga a sí mismo que
ellos se lo buscaron por dejarse embaucar? ¿Qué pasa con un hombre lujurioso
que abusa de jovencitas, y se dice a sí mismo que ella lo disfrutó?
—¿Qué diablos se
trae? —reclamó Drumpf— ¡Recuerde que yo soy…! —Dreyfuss alzó una mano, en la
cual sostenía una jeringa idéntica a la que en ese momento la enfermera
utilizaba para añadir un medicamento a la canalización de su mano; con
movimiento rápido, la aproximó al rostro del presidente, deteniéndose con la
aguja a unos centímetros de su frente. Drumpf calló, con los ojos desorbitados.
—Usted —dijo
Dreyfuss, con serenidad—, es el hombre que dejó de sentir dolor luego de tanto
pinchazo. Es el hombre que dejó de sentir que alguien importa aparte de usted
mismo. Usted es aquel niño que creció cristiano pero que tiró a la basura su
alma.
“Le preguntaba
yo, ¿qué queda del alma de un hombre que usa su poder para enriquecerse, y quita
sus servicios médicos al pueblo? —tocó la frente del presidente con la aguja;
la piel maquillada con tonos anaranjados empezó a sudar—. ¿Qué se ha ganado el
que crea campos de concentración para los que no son blancos, convencido de que
por no serlo, son todos criminales? ¿Qué será de un hombre que destruye la
economía, que niega sus derechos a las mujeres y criminaliza a quienes tengan
preferencias de género que no le gustan? —el médico dejó la jeringa en el
escritorio y se volvió hacia la ventana, dándole la espalda; había dejado el
maletín en la mesita al pie de la misma—. Pregúntese, ¿puede morir el alma? ¿Y cuánto
le falta a usted para averiguarlo?
Drumpf
reaccionó; sujetó la jeringa y apuntó con ella a la espalda del médico como si
fuera una pistola.
—¿Quién se cree
para venir a decirme esto, idiota? —exclamó, y empezó a ponerse de pie—. ¿Viene
a amenazarme y a darme lecciones? ¡Soy el presidente, estúpido! ¡Esta noche la
va a pasar en mi Alcatraz con los caimanes! ¡Quiero verle la cara y que
entienda lo que hizo!
El médico se
irguió, se quitó las gafas, y se volvió despacio. Bajo su cabello castaño, los
contornos de su rostro eran resaltados por la luz de la ventana… pero no había
nada más. No había ojos que mirasen a Drumpf; la nariz no mostraba orificios
nasales; fue de una piel lisa y sin aberturas que provino la voz del médico:
—¿Sabrías
reconocer el rostro de tu propia condena?
Drumpf se
sacudió al mirarlo; de no haber estado maquillado, habría palidecido. El hombre
sin rostro dio un paso hacia él, y el presidente retrocedió, tropezó con la
silla, cayó de espaldas. El hombre sin rostro y la enfermera lo observaron
convulsionarse en el suelo, hasta que se quedó quieto, inconsciente, y
respirando de manera ruidosa.
La bolsa con
suero de la canalización había caído sobre su pecho; Lady Satán extrajo la
aguja de su mano y se detuvo a limpiar con alcohol.
—¿En serio?
—dijo Sage; ella se incorporó, encogiéndose de hombros, y ambos se dirigieron a
la puerta.
Epílogo
—…Estoy haciendo lo posible por que acabe la guerra en Ucrania —decía Ronald Drumpf en el monitor—. Sabes, no estamos perdiendo vidas americanas... son sobre todo soldados rusos y ucranianos. Pretendo llegar al cielo si es posible. He oído que no voy bien. Estoy hasta abajo en el tótem. Pero si consigo alcanzar el cielo, esta será una de las razones…
La imagen cambió
para mostrar el rostro furioso del conductor de Answers Only.
—Ya lo
escucharon; negociante fracasado hasta el final, ahora Ron ya siente pasos en
la azotea y se dio cuenta de que ha pasado toda su vida siendo todo lo
contrario al “buen cristiano” que sus seguidores lavados del coco quieren ver
en él. ¿Y su solución? Quiere comprarse la salvación como si fuera una
transacción empresarial. ¡Apuesto a que algún pastor se las vio negras cuando
le preguntó cuántas vidas necesitaba salvar para sobornar a Jesucristo y
cancelar su boleto de ida al infierno! A ver si alguien le dice que no funciona
así. Eso aparte de que su propuesta de negocio es con Ucrania, mientras que en
casa, empieza a desplegar tropas de la guardia nacional para ocupar su propio
país, para someter a las ciudades que no tienen gobiernos republicanos. “Vamos
a pagar mis pecados con buenas obras allá donde no me estorban mientras sigo
armando mi dictadura y pisoteando latinos”. ¿Qué les parece?
El conductor se
echó hacia atrás en su asiento, y dijo:
—En cuanto a su
post en Drumpf Social donde exige que “Fake News WWB” cancele muestro programa
y me despida, sólo tengo una respuesta, Ron: ¡Sácame de aquí si puedes! Aquí V.M.
no-se-deja Sage, cambio y fuera.
Marietta Là-bas
pausó la transmisión y bebió lo que restaba de su copa de cognac. Dejó el
celular a un lado y sonrió. Continuaba pensando que habían desperdiciado una
oportunidad única, pero V.M. tenía razón: era mejor actuar sin perder la
integridad, ser mejores que la gente a la que se enfrentaban.
Además, no había
desaprovechado del todo; la luna nueva pasada, su coven había concentrado
la maldición de las Erinias en su rito, con el medicamento que había inyectado
a Drumpf sobre su altar. Era, en efecto, la medicina perfectamente eficaz que
solían aplicarle diariamente, no la había sustituido ni contaminado… ni siquiera podría decirse que la maldición
equivaliera a un “veneno” metafísico; su único efecto sería que la mano de las Erinias
trajesen justicia en justa medida. Ojalá ocurriera por medios legales, por
desafuero, ya que de esa manera el vicepresidente, igual de corrupto pero con
uso de la razón, no podría tomar su lugar. Pero pasara lo que pasara,
enfrenarían un problema a la vez.
Sólo había que
tener paciencia; los dioses tienen sus propios tiempos.
Marietta se
sirvió otra copa, y bebió con satisfacción.
Hasta abajo del tótem constituye un homenaje realizado para los
aficionados y coleccionistas de los personajes clásicos del cómic.
Los Héroes Convocables es una serie de relatos que retoman a personajes clásicos de dominio público, huérfanos o con derechos liberados, para traerlos a enfrentar los desafíos del mundo actual.
Marietta Là-bas / Lady Satán, publicada originalmente en (1941), fue creada por George Tuska; es del dominio público debido a singularidades legales. De igual manera, Desdemona Mather, creada por Gardner Fox, Steve Englehart y Vincent Coletta (1972) y es del dominio público debido a singularidades legales. V.M. Sage y sus elementos relacionados es creación de Steve Ditko (1967) y sus primeras historias son del dominio público debido a singularidades legales. Rosen Cruz es creación de Alejandro Joya, y es usado con su permiso.
Esta es una obra de ficción, en ella cualquier semejanza con personajes y situaciones reales se sujeta a las normas de la parodia, y no pretende en ningún momento constituir una representación fidedigna de la realidad.
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